Lo había aguantado toda la noche. Pero cerca de diez minutos antes de las 11 de la noche del 21 de septiembre de 1979, Paul Simonon no soportó más. Tomó del mástil su bajo Fender Precision blanco y lo azotó con furia contra el suelo. El cuerpo se partió en dos como una hojuela de cereal. Simplemente, tener a la audiencia del Palladium sentada como si fuera una reposada sobremesa dominguera lo sobrepasó.
«Eso me frustró hasta el punto de que destruí este bajo», explicó Simonon en una entrevista para el website de Fender en 2011. «Desafortunadamente siempre tiendes a destruir las cosas que amas».
Los Clash estaban habituados al combate. Se foguearon tocando frente a las audiencias pendencieras de los clubs y las casas okupas. Pero para fines de la década, también deseaban romper con el molde de banda punk que les habían endilgado desde los días en que junto a Sex Pistols, Buzzcocks y The Damned lanzaron el desafío al pomposo rock de estadios, como un latigazo de irreverencia distorsionada. Y para hacerlo, debían encontrar su propio lenguaje.
Un híbrido
Lo pensaron como el último grito del rock and roll. Uno que cerraba una era y que daría paso a otra en que la ortodoxia de las etiquetas era superada por el diálogo con otros sonidos del mundo. Varios de estos salieron de las barriadas de inmigrantes, que de alguna forma compartían la miseria de la juventud inglesa de mediados de los setentas, en plena crisis del estado de bienestar y la falta de perspectivas. Recordar el optimismo de los happy sixties y el swinging London parecía una mala broma. Más bien, primaba la desesperanza. Y en esa temporada, discos como Unknown Pleasures -el debut de Joy Division- y The Wall -de Pink Floyd-, lo tradujeron a música.
Por entonces, The Clash, un prometedor cuarteto que ya había editado dos discos de éxito modesto, parecía inmerso en la creación de su propio universo. Habían expulsado a su mánager Bernie Rhodes, un aventurero que a la manera de Malcolm McLaren con los Sex Pistols, trató de llevar una banda punk como si fuera un producto musical escandaloso.
Pero lejos de amilanarse, Joe Strummer, Paul Simonon, Mick Jones y Topper Headon, vieron la chance de trabajar sobre sus propios intereses. Como perdieron su sala de ensayo habitual tras separarse de Rhodes, debieron trabajar en Vanilla Studios. Allí, entre cervezas y partidos de fútbol a media tarde, comenzaron a dar forma a su material.
«Todas las ideas vinieron del propio grupo, por lo que éramos una unidad muy estrecha en ese sentido -recordó Mick Jones según cita el libro The Clash: Talking, de Nick Johnstone-. Esto fue especialmente cierto durante London Calling porque nos separamos de Bernie y dejamos nuestra sala de ensayo en Camden porque le pertenecía a él, los Pistols se habían separado, Sid Vicious había muerto y nos sentimos bastante solos de alguna manera. Encontramos el lugar en Pimlico y nos volvimos aún más estrictos. En este tipo de entorno, te vuelves más estricto, hasta el punto de que ni siquiera necesitas hablar cuando estabas tocando porque había una comunicación natural allí».
«A todos nos gusta la música estadounidense. El LP fue un híbrido de todas nuestras influencias. Mi base estaba en el jazz, así que teníamos ‘Jimmy Jazz’ -recordó Headon en 2004-. Mis gustos eran estaban en el jazz, el soul y mucho blues. Joe estaba muy interesado en el rockabilly en ese momento, Paul estaba en el reggae y creo que muchas de esas influencias se manifiestan London Calling«.
Por ello, el trabajo fue más bien colectivo. Cada músico aportó con su propio material y expectativas. De allí a que saliera una gran cantidad de canciones ¿qué hacer? simplemente trabajaron todas. «En algunos temas, dijimos hagámoslo al estilo reggae o hagámoslo rockabilly o en cualquier estilo -recuerda Simonon en el texto de Johnstone-. Supongo que ese fue probablemente el comienzo de nuestra apertura como músicos «.
Las composiciones eran muy diferentes. Algunas eran una continuidad del interés más social del grupo. «Siendo una banda inglesa, The Clash también se hizo cargo de temáticas regionales», explica a Culto el escritor Jorge Canales, autor del recién editado Punk chileno: 10 años de autogestión 1986-1996. «En London Calling está ‘Spanish Bombs’, que habla de la guerra civil española. Posterior a eso viene Sandinista! en que habla de Allende y Víctor Jara».
Fue por Paloma Romero, la chica española con la que vivía en una casa okupa en Londres, que Strummer se interesó por la cultura del país peninsular. En particular por la figura del poeta y dramaturgo Federico García Lorca, ejecutado durante la Guerra Civil que desangró al país hacia fines de la década de los 30. La historia lo fascinó.
El mundo en 1979 era un lugar complicado, por entonces las noticias daban cuenta de los atentados con bombas de la ETA en el Aeropuerto de Barajas y en las estaciones ferroviarias de Atocha y Chamartín. Ello, más su creciente interés por el país ibérico, hicieron el resto. Años después, harto de los Clash y del punk se refugió en el país. Tuvo cercanía con gente de La Movida madrileña, y hasta extravió su preciado auto Dodge. Dejó su corazón y más.
Con información de latercera.com