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El niño negro criado por supremacistas nazis: a true story

Shane McCrae es un aclamado poeta estadounidense. Ha sido reconocido con varios galardones, ha publicado una decena de libros y es profesor de Escritura Creativa en la Universidad de Columbia, en Nueva York. También es sobreviviente de secuestro. A los 3 años, su abuela materna blanca lo separó abruptamente de su padre negro, su principal cuidador, y se lo llevó a vivir a más de 3.000 kilómetros de distancia. Shane creció en un entorno profundamente racista en el que nunca se integró, hasta que a los 16 descubrió una verdad que cambió su vida para siempre.

Este es su relato de lo que vivió:

Crecí en un suburbio cercano a Austin, Texas con mi abuela materna y su esposo. Ambos eran blancos, pero yo no, yo soy negro. Siempre me dijeron que mi mamá no podía hacerse cargo de mí. Y que mi papá se había mudado a Brasil porque no me quería ni le importaba estar en contacto conmigo. Me decían que tenía una nueva familia y que no me necesitaba. Por eso vivía con ellos. Estaban tan empeñados en hacerme odiar a mi padre que me decían que alguien de la familia de él había entrado a casa y había robado los regalos de navidad. Yo era vagamente consciente de que él era negro, pero no era algo de lo que mis abuelos hablaran mucho. Lo que querían era que yo entendiera era que mi padre no había estado ahí para mí, que había abandonado a mi madre cuando nací, y que no tenía interés en mí. Mis sentimientos hacia él eran, claro, de rabia. Pero realmente tampoco pensaba demasiado en él. No sabía nada de él. Ni siquiera supe su nombre hasta que tenía como 10 años.

Mi abuela era simpatizante nazi. Por ella, me empecé a interesar en la Segunda Guerra Mundial. Cuando se dio cuenta de eso, se empeñó en ponerme del lado alemán. Me enseñó el saludo nazi y me dijo que los nazis habían perdido la guerra porque se quedaron sin gasolina y sus tanques dejaron de funcionar. No mencionó ni una vez el Holocausto. Mi abuelo, que no era el papá de mi mamá sino el esposo de entonces de mi abuela, era un supremacista blanco. Creía que él y la gente como él, varones blancos, debían estar en el centro del mundo, en la cima de la humanidad, por una especie de derecho biológico. Defendía sin pudor que los demás eran inferiores. Si un jugador negro salía en la televisión, siempre señalaba lo estúpido que sonaba. También era homofóbico. Tenía la costumbre de golpear a quienes no eran como él, especialmente a hombres que creía que eran homosexuales. Ese fue un hábito que mantuvo durante toda su vida. Era muy violento y presumía de ello.

En segundo grado, empecé a ir a una escuela pública. Recuerdo que había muy pocos niños negros. Poquísimos. Quizá uno en mi grado y otro en un grado más avanzado. No estoy seguro de cómo los niños blancos se dieron cuenta de que yo era negro. No es que fuera un secreto, pero simplemente no era algo de lo que yo fuera consciente en ese momento. No era algo de lo que yo hablara. Lo que desde fuera podían parecer juegos eran realmente ataques muy físicos y muy violentos, y tendían a ser un montón de niños blancos contra mí. En fin, viví mucha agresión y exclusión en esa época. Y viviendo dónde vivía, tenía la sensación de que ser negro me aislaba extremadamente. Muy pocas personas que conocía se parecían a mí.

Mis abuelos conmigo no eran racistas de manera directa y abierta. Serlo habría interferido con sus intentos de imaginarme como un niño blanco. Solían decirme que mi piel era más oscura porque me bronceaba muy fácilmente. Recuerdo una vez que estaba bailando de alguna forma que mi abuelo consideraba propia de gente negra y me gritó: “No quieres parecerte a esa gente, ¿verdad?”. De esa manera, él fue asentando en mí la idea de que había una forma de comportarse que era negra y que no era buena. Yo no entendía bien qué significaba actuar como negro, qué constituía ser negro. Pero sabía que podía serlo accidentalmente en cualquier momento y que no debía serlo. Ser un niño negro siendo criado por racistas blancos se terminaba sintiendo como no estar realmente en el mundo, como si fuera un asterisco en una página: era relevante para lo que estaba pasando en la página, pero no era realmente parte de esta. Icluso siendo bastante pequeño, era muy consciente de que no era feliz, y mi tristeza giraba alrededor de mi abuelo.

Él era muy abusivo. Era abusivo físicamente y era abusivo emocionalmente. No era una buena persona. Y me parece que desde muy pequeño me volví experto en bloquear en mi mente las cosas abusivas que él me hacía. Realmente no me percaté de mucho hasta un día en el que desayuné con mi abuela a los 20 o 22 años. Ahí me enteré de que a los tres años, cuando acababa de comenzar a vivir con ellos, mi abuelo me tiró contra una pared porque estaba llorando por mi papá. Otra vez me golpeó hasta dejarme inconsciente. Y las palizas no acabaron hasta que mi abuela se divorció de él, cuando yo tenía 14 años. Yo no me acordaba de nada de eso. En todo este tiempo, mi mamá nunca vivió conmigo, pero a veces venía de visita. Cada vez que lo hacía, me decía que podía ir a vivir con ella cuando quisiera. Pero a pesar de lo horrible que era la situación en mi casa, yo no quería dejar a mis abuelos. Eran los únicos padres que conocía. Yo amaba a mi madre, pero no la podía conceptualizar como mi madre. La llamaba por su nombre y a mi abuela le decía mamá.

Mi tristeza

Viviendo en Texas, tener amigos me importaba inmensamente. Es difícil describir lo fuerte que era mi desesperación por tener amigos. Y los tenía. Conseguí hacer unos pocos. Dos o tres. Cuando tenía 11 años, mis abuelos y yo nos mudamos a Livermore, en el norte de California. Quedé destrozado. Sentía que no lo podía superarlo y efectivamente no lo pude superar hasta mucho después. En ese momento, pensé que estaba devastado simplemente por estar dejando a mis amigos. Pero mucho después sabría que, en parte, la amistad era tan importante para mí por lo que me había pasado que ni siquiera podía recordar. Cuando nos mudamos a California, pensé que mi vida se había acabado y, de cierto modo, quería que se acabara. No quería superar esa herida, no quería. Hasta los 13 años dormía con luz del techo de mi habitación encendida, a veces con la ropa que me había puesto ese día, e incluso con zapatos. La mayor parte de mi infancia sentí que tenía que estar preparado para que me raptaran en cualquier momento. En la escuela, me vestía siempre de negro. Tenía una gabardina negra y un montón de ropa negra que siempre usaba. No tenía ni idea de cómo ser gótico, pero quería serlo. Lo que más me gustaba era la idea de verme y estar triste. Decidí retirarme de lo que uno consideraba la vida normal de un niño y dejar de prestar atención en clase. Ya no me importaba nada y estaba muy, muy triste. Estaba encerrado en mi propio mundo. Sentía que no iba a hacer nada con mi vida. Asumí que algún día iba a conseguir un trabajo con un salario mínimo y que esa sería mi vida. Pero tampoco estaba convencido de que no iba a terminar muriendo por alguna razón desconocida o suicidándome. No puedo pensar en ningún buen recuerdo de mi hogar. Era una persona que no estaba bien.

Un poema

Un día, cuando estaba en décimo grado, vi una película con Charlie Sheen. No recuerdo cómo se llamaba. Se trataba de un joven que se deprimía mucho y eventualmente se mataba. Y en un punto, su hermana, para elogiarlo, recitaba una parte del poema Lady Lazarus, de Sylvia Plath:

Morir

Es un arte, como todo lo demás.

Yo lo hago excepcionalmente bien.

Lo hago para que se sienta como el infierno.

Lo hago para que se sienta real.

Supongo que se podría decir que tengo una vocación.

Yo escuché eso y pensé que era treméndamente gótico.

Fue maravilloso. Era incomprensible. Me voló la cabeza completamente.

Ese mismo día escribí ocho poemas, y de repente me di cuenta que estaba profundamente comprometido con esto de lo que no sabía nada. No empecé a leer otros poetas hasta un año después, pero seguí escribiendo estos poemas treméndamente malos, pero que me hacían sentir que tenía un propósito. Fue a los 16 años que decidí buscar a mi papá. Quería entender de dónde venía. Para entonces, llevaba 13 años sin tener contacto con él, de los cuales había pasado una buena parte odiándolo y no queriendo verlo. No sabía nada de él, pero ya no quería odiarlo.Las historias que me había contado mi abuela de los regalos de navidad robados no tenían mucho sentido y quería saber la verdad. Era 1991. Mis abuelos se habían divorciado y mi abuela y yo nos habíamos mudado de vuelta a Salem, Oregón, donde nací. Yo había logrado hacer algunos amigos montando patineta. Esto era mucho antes de la época de los celulares, así que un día fui a un apartamento cualquiera. Una joven me abrió la puerta y le pregunté si podía usar su directorio telefónico. Por extraño que suene esto ahora, no lo era del todo en ese momento. Ella nos dejó a mí y mis amigos usar el directorio para encontrar a mi padre. Y ahí estaba él: S. McCrae. Resulta que vivía exactamente en el mismo pueblo que yo. Años después entendí que mi padre se había quedado a vivir ahí en parte porque pensaba que con suerte algún día yo iba a poder encontrarlo. Mi abuelo jamás dijo su nombre en mi presencia, pero mi abuela sí, aunque no sabía si su nombre era Stan Lee o Stanley, algo que el directorio tampoco me ayudó a saber. Después de tantos años en los que me habían enseñado a odiar esta persona, me quedé en un estado de shock muy extraño. Marqué su teléfono y tuvimos una conversación extraña. Lo primero que le pregunté fue si era Stanley McCrae. Y luego le dije quién era yo. Nos conocimos ese mismo día. Él vino por la tarde. Fue en ese momento cuando empecé a descubrir la verdad abrumadora sobre mi propio pasado. Mis abuelos me sacaron de Salem, Oregón, y nunca le dijeron a mi padre dónde estaba yo. Esencialmente, me secuestraron a los 3 años. Cuando eso pasó, la relación de mis padres había terminado y yo vivía solo con mi padre. Un día de 1978, mi abuela vino a casa y le preguntó a mi padre si podía cuidarme por un par de días. Mi padre estuvo de acuerdo sin sospechar nada. Mi abuela nunca me llevó de vuelta. Después de tres días, mi padre fue a buscarme a la casa de mis abuelos. Cuando llegó, estaba vacía. Mi abuela había desaparecido conmigo. Mi madre no tenía ni idea de lo que había pasado en ese momento. Meses después se enteró, pero mis abuelos la amenazaron con que, si le contaba algo a mi padre, ellos se irían conmigo para México y ella jamás me volvería a ver. Mi madre dejó de contestar las llamadas de mi padre. Mis abuelos no quisieron que yo creciera con mi padre porque mi padre es negro.Ellos sabían que me estaba buscando e hicieron todo para esconderme de él. Lo raro de crecer secuestrado es que, si pasa lo suficientemente temprano, es posible que no sepas nada. Para mí, estar secuestrado era estar viviendo mi vida sin que nadie me dijera la premisa fundamental. Esa tristeza inifnita que sentí al separarme de mis amigos de Texas no era otra cosa que la herida que mi secuestro le había hecho a mi noción de las relaciones y los vínculos con los demás.

Ahora tengo casi 50 años y hay una cosa que ocurrió cuando tenía casi cuatro años que está en mis pensamientos todo el tiempo. Las reverberaciones de este suceso siguen determinando mi vida, determinando mis relaciones. De alguna manera, es el motor que ha impulsado toda mi vida. El mismo día que conocí a mi padre, él me llevó a conocer a mi familia negra. Fue muy emocionante. Estaba tan feliz de hacerlo. Conocerlos cambió mi percepción sobre mi lugar el mundo. No fue sino hasta ese momento que empecé a desarrollar lentamente una noción de mi propia negritud. A medida que fui entendiendo mi propia negritud, empecé a sentirme como una persona más integrada. Empecé a sentir que mi negritud formaba parte de mí, lo que en últimas significaba que yo formaba parte de mí. Me sentí integrado a la historia, parte del texto y no solo un asterisco. Después de tantos años, no sé si puedo hablar de mi abuela sin ser cruel. Supongo que podría decir que no creo ella actuara de una forma que ella misma percibiera como malvada. Creo que hizo lo mínimo que pudo. Y sospecho que era muy infeliz. Sospecho que, si hubera podido elegir, habría tenido una vida totalmente diferente. No estoy seguro de si alguna vez la confronté sobre por qué hizo lo que hizo. Honestamente, no lo recuerdo. Pero sí sé que me dijo que quería que tuviera, en sus palabras, ventajas. Supongo que se refería a las ventajas de ser blanco. Quizás la razón por la que ella y mi abuelo hicieron lo que hicieron fue su creencia de que la gente blanca era superior y simplemente tenía mejores vidas. Creo que pensaron que secuestrarme sería matar varios pájaros de un solo tiro: pensaban que me podría volver blanco o que al menos podrían mantenerme alejado de mi negritud, pero además mi abuelo, que era realmente mi abuelastro, no podía tener hijos propios. Creo que me vio como la oportunidad de tener un hijo. Honestamente, no creo que mi bienestar fuera para ellos una prioridad o siquiera una preocupación secundaria.De todo esto, aprendí que el racismo muy a menudo no es personal. Las relaciones informadas y determinadas por el racismo no dejan de ser relaciones complejas. Sin tratar de ser irónico, no se pueden ver como algo de blanco y negro. Mis abuelos podían ser supremacistas blancos y aún así querer criar a un hijo negro. Después de haber pasado tanto tiempo anhelando tener una familia, mis hijos son lo mejor que me ha pasado en la vida.No hay ninguna experiencia que se le parezca. Es un amor tremendo e ilimitado. Es realmente maravilloso.

Mi hija mayor se llama Sylvia, por Sylvia Plath. Y en su apellido lleva McCrae, el apellido de mi padre, que no fue con el que crecí pero que decidí ponerme después de reencontrarme con él.

Este año Shane McCrae publicó su primer libro en prosa, Pulling the Chariot of the Sun: A Memoir of a Kidnapping, en el que recoge sus recuerdos de esta historia.

*Esta nota está basada en una entrevista que le dieron Shane McCrae y Stanley McCrae al programa BBC Outlook y una entrevista reciente de BBC Mundo con Shane McCrae.

Escrito por Invidente Zurdo

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